España.- Corrían los primeros días de
febrero de 2020 cuando nos reunimos, una vez más, unos cuantos amigos en la
casa de campo “Mas Alimbau”, sita en
la provincia de Tarragona. Como siempre, nuestro objetivo fue reencontrarnos
para cultivar la amistad y disfrutar de ella, —alejados, como hubiera dicho Fray Luis de León, del mundanal ruido—
y para zambullirnos en una naturaleza salvaje, acogedora y edénica.
· El “sanctasantórum” de la masía es un mega-espacio polivalente, separado
de la masía propiamente dicha, que es al mismo tiempo cocina, barbacoa, horno
de pan, comedor, bodega, living room,
sala de juegos y salón de baile. Para convertirlo en polivalente, su
restaurador, el hacendoso e infatigable Agustín
Serna, dedicó mucho tiempo y esfuerzos para transformarlo en polifuncional.
A la entrada de este espacio, al que bautizó como “la barbacoa”, y en un lugar destacado, nuestro entrañable amigo Agustín
colocó un viejo azulejo (cf. foto ci-dessus)
con una cita de Cicerón, que siempre
ha representado para él toda una declaración de principios o regla de vida y que
reza así: “La agricultura es la profesión
propia del sabio, la más adecuada al sencillo y la ocupación más digna para
todo hombre libre”.
· El contexto bucólico del lugar,
el reencuentro con viejos amigos y la cita de Cicerón me hicieron pensar en las
primeras palabras de un epodo de un poema de Horacio, que he tomado prestadas para titular esta reflexión: “beatus ille…”. Este sintagma se suele
traducir como “afortunado aquel que…”.
Y, con él, Horacio inicia el
elogio y la defensa de la vida sencilla y retirada en el campo, lejos de la
ciudad, del hombre sabio y libre.
· El “beatus ille…”, junto al “carpe
diem”, al “locus amoenus” y al “tempus fugit” denotan algunas de las
aspiraciones y valores de la Roma clásica y, en general, del ser humano a lo
largo de la historia; y, cómo no, también del hombre de principios del siglo
XXI. En efecto, todos estos tópicos literarios van en la misma dirección y nos
invitan a no dejar para mañana lo que podamos gozar hoy (“carpe diem”), en un contexto agradable e idílico (“locus amoenus”), alejado del mundanal
ruido (“beatus ille”), ya que el paso
del tiempo (“tempus fugit”) nos
conduce rápido e inevitablemente a la vejez y a la muerte, que son nuestro
destino.
· En este convulso inicio del
siglo XXI y en el contexto de la lucha y del aislamiento globales contra la
pandemia del Covid 19, el recuerdo de estos cuatro tópicos constituye un toque
de atención y nos invita a tomar conciencia de lo que es realmente importante e
imprescindible y de aquello que es secundario y prescindible. Este aldabonazo nos
lleva a reflexionar sobre la vida campestre o rural y la vida urbanita.
· Desde hace mucho tiempo, la
reflexión sobre esta dicotomía es algo iterativo en el discurso de los
ecologistas, que propugnan, como valores supremos, la defensa de la
naturaleza y la preservación del medio ambiente; y también de la casta
política, pero sólo de boquilla, con el fin de granjearse los votos de la
ciudadanía y, conseguido esto, olvidarse del tema y si te he visto no me
acuerdo. Si contrastamos estos
dos tipos de vida (rural vs. urbanita), podemos constatar que los pros o las
ventajas de la una son los contras o las desventajas de la otra y viceversa. De
ahí la pertinencia de ponerlos en los platillos de la balanza.
· La vida urbanita, con el
desarrollo desbocado de las ciudades, está siendo puesta en tela de juicio, ya
que es cada vez más dura, más antinatural y más inhóspita. Algunos, incluso,
han llegado a afirmar que la ciudad ha declarado la guerra a las personas y al
territorio. Por eso, remedando un aforismo latino, se podría decir que “civitas civitati lupus” (la ciudad es el
lobo para la ciudad). En efecto, a pesar de que las ciudades disfruten de una
gran conectividad (carreteras, autopistas, transporte público, nuevas
tecnologías), tengan una mayor accesibilidad a los servicios y equipamientos
públicos (educación, sanidad, Administración, etc.) y disfruten de mayores posibilidades
de trabajo, de ocio y de cultura (museos, exposiciones, conciertos,
conferencias, etc.), la ciudad no es ese “locus
amoenus” que haga que los urbanistas se encuentren a gusto, disfruten y
sean felices (“carpe diem”). ¿Por
qué?
· Son muchas las razones. Sin
ánimo de ser exhaustivo, entre las más evidentes están las hiperaglomeraciones
humanas y el hiperurbanismo desenfrenado, de muy difícil gestión, que están en
el origen: 1. de los crímenes hidrogeológicos y de los suburbios-dormitorio de
las grandes ciudades; 2. de la contaminación: ambiental, lumínica y acústica; 3.
del ritmo frenético, que es causa a su vez del estrés, del individualismo, de
la marginación de los ancianos, del deterioro de la comunicación entre los
ciudadanos, de la crisis de la institución familiar, de la soledad, de la
alienación, de la depresión, de las adicciones, del suicidio,… de demasiados
urbanitas.
· A consecuencia de estos efectos
colaterales negativos, la vida rural o campestre tiene cada vez más adeptos y ha
provocado y provoca un éxodo hacia la “España
vaciada y vacía”, que ocupa el 80% del territorio español. Este retorno
definitivo —por el momento, gota a gota— o esporádico y masivo (fines de semana,
puentes, vacaciones) está auspiciado por el atractivo de una vida menos
convencional (más basada en el “ser”
que en el “parecer” y el “tener”); de una vida más natural, más
sana y más tranquila; de un entorno menos contaminado; y de una socialización
más amigable, convivial y desinteresada. Además, el retorno definitivo al campo
ha sido potenciado porque han surgido nuevas posibilidades de negocio para
poder vivir en el agro y del agro: el teletrabajo, la agricultura ecológica, el
agroturismo, las casas rurales, el retorno de la ganadería extensiva, la
apicultura, etc. Por otro lado, el coste de la vida es más soportable:
impuestos y tasas más bajos, acceso más barato a la vivienda.
· Ante el balance no
satisfactorio de la vida urbanita y ante la necesidad vital de los urbanitas de
reencontrarse —de forma esporádica (fines de semana, puentes, vacaciones) o
permanente (vuelta definitiva al campo)— con la naturaleza, no sería
descabellado pensar en “re-naturalizar”
la vida urbanita y “urbanizar”, en su
justa medida, la vida rural. Así, se podría reequilibrar la relación actual
entre la vida en el campo y en la ciudad, poniendo fin a la hiperconcentración demográfica
en las ciudades y a las desgualdades entre la “España llena” y la “España vaciada y vacía”. También se amortiguaría la idolatría
del consumo desenfrenado que ha llevado a los urbanitas —como hubiera podido
afirmar ese personaje de ficción, Tyler Durden— a “tener empleos de mierda, que odian, con salarios
de mierda, para comprar mierda que no necesitan”. El Dalai Lama lo vio también muy claro cuando aseveró: “Lo
que más me sorprende del hombre occidental es que pierde la salud para ganar
dinero, después pierde el dinero para recuperar la salud. Y por pensar ansiosamente
en el futuro no disfruta el presente, por lo que no vive ni el presente ni el
futuro. Y vive como si no tuviera que morir nunca y muere como si nunca hubiera
vivido”.
· Por eso, afortunado aquel (“beatus ille…”), como
nuestro amigo Agustín Serna, que vive en comunión con la madre naturaleza (“locus amoenus”) y que no deja para
mañana lo que puede disfrutar hoy (“carpe
diem”), ya que el tiempo inexorable y veloz (“tempus fugit”), nos arrastra hacia nuestro destino final. Por este
motivo, volvamos nuestros ojos y nuestros pasos hacia la vida sencilla y
retirada en el campo, lejos de la ciudad, que es lo propio del hombre sabio y
libre. Sigamos este consejo de Cicerón, que también dejó escrita esta otra
perla: "Si tienes un biblioteca y un huerto, lo tienes todo y no necesitas nada
más para ser feliz”.
© Manuel I. Cabezas González
www.honrad.blogspot.com
11 de abril de 2020