Nos
alarmamos cada vez que los medios de comunicación informan sobre casos
puntuales de agresiones y humillaciones. Durante unos días comentamos las
causas, planteamos soluciones y buscamos responsabilidades.
Discutimos sobre
las peligrosas consecuencias que la asimilación social del acoso infantil puede
estar teniendo en nuestra sociedad. Y hasta del germen violento y agresor que
se inocula entre los jóvenes como forma de relación y resolución de problemas.
Pero ya
está. Ya pasó. Rápidamente estamos en otra cosa. La pelea política. Hasta Donald Trump y la Liga de este fin de
semana se llevan por delante toda reflexión social profunda sobre uno de los
problemas más urgentes e importantes que afronta nuestra sociedad: la
consolidación de la violencia, el acoso y la humillación como forma de relación
entre los jóvenes.
Mi
experiencia personal de más de 20 años de docente, conviviendo de manera
cotidiana con madres, padres y alumnado, es que lejos de reducirse, los
comportamientos relacionados con el acoso infantil en el ámbito escolar van en
línea progresiva. Y sus consecuencias influyen de forma determinante sobre el
desarrollo personal de jóvenes que luego, ya como adultos, siguen arrastrando
secuelas relevantes y contribuyendo a reproducir pautas de comportamiento.
No voy a
entrar en comparaciones estadísticas entre comunidades autónomas o países. Ni
si quiera voy a relacionar la dinámica con características socioculturales,
crisis económica, desestructuración familiar, y hasta con las posibles
incidencias de los traslados de las familias por cuestiones laborales, o el
carácter anti-familia de muchos horarios de trabajo… ¡Todo es cierto!
Por
supuesto que todo ello influye y que hay mil profesionales cualificados para
analizar perfectamente estos factores y describir sus respectivas influencias
sobre el problema.
Pero pese a
todo el esfuerzo, hay que reconocer que el acoso infantil, por lo menos en el
ámbito escolar que es el que mejor conozco, va en progresión ascendente. Y por
supuesto que los docentes tenemos mucha responsabilidad en su detección,
control y erradicación: el 'tollo' no debe ser aceptado como 'gracieta' o forma
de relación. La autoestima de un alumno no puede construirse sobre la humillación
del compañero.
Durante los
últimos meses en el Parlamento hemos discutido en diversas ocasiones sobre la
incidencia del acoso escolar en los centros educativos canarios.
De hecho,
Canarias ha sido una de las comunidades autónomas pioneras en el trabajo para
su erradicación, con una atención especial en el ámbito educativo. La
Consejería de Educación informa, orienta y asesora al alumnado.
Cuenta
también con un equipo de profesionales especializados en la problemática de
acoso escolar que presta asesoramiento y orientación a los demás agentes
educativos de la Comunidad Escolar (padres, madres, profesorado…). El servicio
dispone incluso de un número telefónico (800-007-368) para facilitar el acceso
y la intervención ante posibles denuncias.
Pero frente
al peligro de quedarnos en los números, en la urgencia de los casos puntuales,
de agresiones subrayadas por titulares de prensa, que sin duda son muy
graves... quiero centrarme aquí en el día a día.
En el cruce en el recreo con
un compañero que una vez y otra se lleva un 'tollo' porque sí. Me refiero al
murmullo que rodea cualquier intervención de la compañera menos popular de la
clase. Hablo del codazo abusón siempre que hay un encuentro en el pasillo. A
las risas reiteradas sobre quien no viste a la moda o no 'guasapea' con el
último modelo de smartphone. Por no hablar del recurso a la cultura, la
sexualidad, la religión, el color y hasta al acento como forma de agravio al
compañero.
Esa
dinámica va en una peligrosa progresión ascendente. Es el denominado 'acoso
escolar de baja intensidad', que se manifiesta de manera permanente en menor o
mayor grado en todos los centros escolares.
Como
docentes corremos el peligro de dejarnos llevar por la tendencia a asumirlo
como normal ante el discurso del: “hazte valer”, “defiéndete”, “es mejor
ocultarlo para no perjudicar la imagen del centro” o “en mi clase no ocurren
esas cosas”.
Como padres
algunos estarán 'encantados' de que su hijo sea “el gallito” de la clase, y
verán como “gracietas de chiquillos” sus humillaciones permanentes sobre otros
compañeros.
Pero lo
único cierto es que en la normalización y asunción de los “tollos”, “abucheos”
y “humillaciones” como forma de relación entre jóvenes está el inicio del
maltrato severo. Y luego no valdrán las excusas.
Podemos
seguir hablando de todo lo que es muy urgente, pero tenemos que hacer un
esfuerzo de implicación constante, cotidiana y cercana para, de una vez por
todas, luchar contra esta dinámica creciente.
Hay que
reconocer que el acoso escolar es un tipo de violencia difícil de identificar,
porque no se suele realizar a la vista de los adultos. Pero sí es bien conocido
por el alumnado.
De ahí la
importancia de trabajar con todos la erradicación del mismo y no sólo con la
víctima y el acosador. De ahí la relevancia de la participación de las familias
y de toda la comunidad educativa, e incluso de toda la sociedad, si queremos
acabar con esta lacra.
Esta es una
batalla cercana, que se dilucida en cada uno de nuestros hogares, en la
comunidad de vecinos, en los barrios y las plazas, pero sobre todo en los
centros educativos.
Es una guerra local en la que cada uno de nosotros somos
responsables y que debe desarrollarse permanentemente, cada segundo, en cada
gesto.
Como
docente, y ahora diputada del Parlamento de Canarias, creo que un solo caso de
acoso escolar no detectado, y ante el que no se actúa, es el peor de los
fracasos del conjunto del sistema y la comunidad educativa, por encima de todas
la reformas legislativas que quieran plantearse. Ante el acoso escolar no debe
haber permisibilidad: la responsabilidad es de todos.
Lola García
Martínez
Docente y
diputada de CC por Fuerteventura.