La impenetrable Rusia vs. Hitler

 Cartel soviético de la II Guerra Mundial, reza: “¡Muerte a los alemanes ocupas!”. Via: Wikimedia Commons
Cuando Hitler invadió Polonia, provocando el inicio de la Segunda Guerra Mundial, contó con la ayuda indirecta de un poderoso “aliado” secreto: la Unión Soviética.


Así pues, el 17 de septiembre, la Unión Soviética invadió Polonia desde el este, mientras los alemanes avanzaban por el oeste.

En el verano de 1940, tras la derrota polaca, la derrota francesa, y la extensión de la hegemonía alemana sobre Europa, Gran Bretaña se convirtió en la única democracia en pie de guerra contra la coalición germano-italiana.

La situación para Hitler parecía ser idílica. tanto que, seducido demasiado pronto por las victorias inmediatas y por el aplastamiento total del enemigo, Hitler pensaba hacia el verano de 1941, en un nuevo enfrentamiento directo: la ocupación de la Unión Soviética.

Es que la entente germano-soviética se basaba en el oportunismo de ambos países. Cada uno esperaba aprovechar al máximo las posibilidades del pacto.

Sin embargo, las incompatibilidades no podían disimularse, especialmente la oposición ideológica y la rivalidad de dos grandes potencias.

Por eso, la sorpresa no radica en el conflicto mismo, aunque sí en la fecha de su comienzo. La idea de invadir Rusia responde a un plan de guerra relámpago, pero así como el ataque aéreo no logró romper la resistencia británica, el avance nazi sobre la Unión Soviética no consiguió acabar con la soviética.


El acuerdo entre Alemania y la U.R.S.S. había facilitado un primer reparto de Europa y había posibilitado una serie de intercambios entre ambas potencias.

Rusia proporcionaba a la economía de guerra alemana cereales, hierro, cromo y manganeso. Además, podía abastecer al gobierno nazi de materias primas como el caucho que, a causa del bloqueo, no podía recibir en los puertos alemanes.

Por su parte, la Unión Soviética esperaba recibir a cambio armas y pertrechos.

Tras la conquista de Polonia, mientras la U.R.S.S. imponía su presencia territorial en los países bálticos, se preocupaba también por el papel desempeñado por Alemania en el sudeste de Europa y, sobre todo, por las fronteras de Hungría.

Al llegar a este punto, los dos “aliados” no podían retroceder. En julio de 1941, Hitler, irritado por el chantaje que ejercía la Unión Soviética, y confiado de su supremacía militar tras aniquilar el ejército francés, elaboró un plan para invadir Rusia.

Lo llamó Unternehmen Barbarossa: Operación Barbarroja.

El fracaso de conquistar Inglaterra, lejos de conducirlo a una postura más moderada, estimuló a Hitler a buscar una victoria que él creía que sería fácil de obtener.

Por su parte, Stalin calculó erróneamente las intenciones de Hitler, pensando que el enfrentamiento con los alemanes podría extenderse aún más. Pese a algunos indicios y a las advertencias del mismo Churchill, el gobierno soviético no quiso cree en la inminencia y en la realidad del peligro.

Así pues, Hitler se benefició una vez más, y por última vez, del efecto sorpresa: pensó su estrategia basada totalmente en una guerra relámpago, una breve campaña durante el verano de 1941 que conduciría a la descomposición del ejército rojo y del estado Soviético.

Efectivamente, durante los primeros días los avances nazis se suceden rápida y exitosamente. La aviación soviética es destruida sin que pueda incluso despegar. Los alemanes avanzan 450 kilómetros, tomando 300.000 prisioneros, y destruyendo 1.500 tanques y 2.000 aviones.

En agosto, tras una dura batalla en Esmolensco, la Unión Soviética logra detener el avance alemán sobre Moscú. Pero los alemanes avanzan por el norte y por el sur hasta Leningrado, que es sitiada y Kiev ocupada.


Pero el invierno se acercaba. Cuando el ejército alemán retomó la invasión de Moscú, ya era noviembre.

El frío invierno aumenta la eficacia de la táctica alemana: la lluvia y el barro retrasan el avance de los inigualables pero inoperantes tanques alemanes y las tropas motorizadas, y dificulta el abastecimiento por medio de camiones.

El “General Invierno” paraliza las máquinas, y la temperatura baja a extremos alarmantes.

La brusca llegada del frío y una contraofensiva soviética, justo a tiempo, inesperada tanto por su vigor como por su táctica, liberaron a Moscú del enemigo. A fines de diciembre, los alemanes retroceden kilómetros.
Por otro lado, Leningrado, mal abastecida y sin agua, aún resistía el asedio nazi.

Así finalizó 1941, y junto a él, cualquier idea de una guerra “relámpago”.

Mientras los rusos juntaban fuerza, Alemania aún permanecía en parte del territorio soviético. Esta ocupación, que se estaba extendiendo mucho más de lo que Hitler había imaginado, provocó uno de los movimientos nacionales de resistencia más encarnizados de la historia.

No estaba en juego ya régimen estalinista, sino la patria rusa; y el pueblo, junto al gobierno (que supo unir el país entero frente a la amenaza nazi) llevaron a cabo una defensa eficaz.


Pasado el invierno, Hitler ordenó una nueva ofensiva en la primavera de 1942. Pero, esta vez, en lugar de intentar conquistar Moscú y Leningrado, enfocó sus avances sobre las bases económicas de los rusos: la industria de Sonetz, los trigales meridionales, y el petróleo de Caucasia. Sin petróleo, la guerra no podía continuar.

Para cubrir esta operación, el ejército alemán tenía que apoderarse de Stalingrado, que comunicaba con el norte las ciudades vitales de la U.R.S.S. Pero, Stalingrado, era más que un nudo de comunicaciones rusas, era la ciudad de Stalin, era un símbolo.

Tras ocupar las riquezas petroleras del Cáucaso, el ejército alemán, dirigido por Von Paulus, atraviesa el Don y ataca Stalingrado, a fines de julio.

Los soviéticos defienden la ciudad calle a calle, apostados en trincheras.

Pero adelante avanzan las unidades blindadas rusas que cercan al enemigo. Von Paulus resiste hasta el agotamiento por orden de Hitler, pero el 3 de febrero de 1943 finalmente capitulan.

Tras la caída en Stalingrado, son tomados 91.000 prisioneros alemanes y enviados a Siberia, de los cuales sólo regresarían 5.000.

La derrota no sólo fue material, sino también moral y psicológica, desde los bajos rangos hasta los oficiales. Hitler dirigió personalmente las operaciones (no en el campo de batalla, por supuesto) y, a pesar de que sus generales fueron disciplinados, estos se fueron volviendo cada vez más reticentes.


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